El debate en España sobre el nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña ha adquirido un nivel de intensidad preocupante en estas últimas semanas. Sobre todo tras las declaraciones, el pasado 6 de enero, en Sevilla, del general José Mena Aguado: «Es nuestro deber -afirmó- alertar sobre las graves consecuencias que podría provocar en el seno de las Fuerzas Armadas en tanto institución, así como en el conjunto de su personal, la aprobación del Estatuto de Cataluña, en los términos de su texto actual». Y añadió que según él, el artículo 8 de la Constitución confiaba a las Fuerzas Armadas la misión de velar por la unidad de España y oponerse a su desmembramiento (1).
Esta intervención de un jefe militar en el ya tenso debate político ha traído a la memoria de los demócratas desagradables recuerdos. Porque ocurre dentro de una coyuntura inquietante: acaban de conmemorarse, el 20 de noviembre de 2005, los 30 años de la muerte del general Franco; en pocas semanas se cumplirá el 25º aniversario del intento de golpe de Estado del coronel Tejero, el 23 de febrero de 1981; y en unos meses, el 70º aniversario del alzamiento del 18 de julio de 1936 contra la República, que hundió al país en una guerra civil. España creía haber acabado con la tradición golpista militar característica de su vida política durante todo el siglo XIX y parte del XX, hasta 1978, fecha de la adopción de la actual Constitución.
Sin embargo, está claro que los tiempos han cambiado, que la democracia se ha arraigado, y que es impensable hoy que un puñado de oficiales consigan siquiera amenazarla. La declaración del general Mena muestra simplemente que subsiste, en un reducido número de oficiales, un residuo de tradición intervencionista. Pero la campaña de hostilidad sistemática que el Partido Popular lleva adelante contra el gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero avivó intensamente esta tradición en los últimos meses. El actual mandatario ha tomado una serie de iniciativas que han suscitado la condena de la España más conservadora.
Recordamos su decisión -tomada inmediatamente después de su elección en marzo de 2004, y tras los atentados de Madrid- de retirar las tropas de Irak, adonde las había enviado imprudentemente (contra la opinión del 80% de los españoles), el ex presidente José María Aznar. Otras medidas han sido aún más polémicas, en particular la de restituir a Cataluña los archivos saqueados por los ejércitos de Franco en 1938 y conservados en los locales de los archivos sobre la guerra civil, en Salamanca. Durante semanas, los medios controlados por la derecha han bombardeado a la opinión pública con noticias alarmistas sobre el «peligro» que esta restitución representaba para la unidad de España… El Partido Popular no ha vacilado en convocar gigantescas manifestaciones de protesta contra este «despojamiento».
El paso siguiente fue la legalización del matrimonio homosexual. La medida, aceptada por la mayoría de los españoles, ha provocado en los ámbitos más retrógrados una ola de indignación propia de otra época. La Iglesia Católica llegó a amenazar de excomunión a los alcaldes que oficiaran en este tipo de casamientos.
Y llegó el turno, finalmente, al tema del nuevo estatuto de Cataluña. Al igual que el País Vasco y Galicia, este territorio posee su propia lengua y una cultura singular. Ya en 1932, se había constituido como «región autónoma en el seno del Estado español». Y recuperó su autonomía en 1979, cuando se crearon en España diecisiete «comunidades autónomas». En virtud de un Estatuto reconocido por la Constitución, el gobierno catalán -la Generalitat- pudo crear una policía autónoma, y se le otorgaron competencias en materia de educación, salud, seguridad social, política cultural y lingüística, y organización territorial.
Han pasado cerca de 30 años. Desde noviembre de 2003, Cataluña está gobernada -por primera vez desde el fin del franquismo- por una coalición de izquierda (PSC, ERC, ICV) que prometió adoptar un nuevo Estatuto. Éste no anuncia ninguna «separación» de España, sino que se inscribe dentro de una tradición «federativa», reivindica el carácter de «nación» de Cataluña y fue aprobado por el 90% de los diputados catalanes, en septiembre de 2005. Está siendo debatido en el Parlamento de Madrid.
La derecha y la Iglesia están dirigiendo una campaña de una catalanofobia escandalosa. Han puesto a todos sus muy influyentes medios de comunicación al ataque, y desde ellos conducen una campaña agresiva, dirigida a caldear los ánimos y aterrorizar los corazones. El primer resultado está a la vista: ruido de sables en los cuarteles. Pero la mayoría de los parlamentarios no se dejará intimidar. Con algunas modificaciones, para ajustarlo a la Constitución española el 21 de enero, se ha cerrado un acuerdo entre José Luis Rodríguez Zapatero y Artur Más, lider de CIU. Posteriormente se han sumado a ese acuerdo el PSC e ICV. Se está pendiente de la decisión de ERC.
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